jueves, 8 de mayo de 2008

It's pouring down






Llueve. Llueve como hacía mucho tiempo que no lo hacía. Y me gusta.


Me gusta la lluvia porque es la metáfora del cambio. Es sucia, cierto, pero lleva consigo un intrínseco poder renovador que me vuelve loco. Oservo a la gente desde mi casa con la calefacción al treinta grados sujetando entre las manos una taza robada de un Starbucks cualquiera. Me dan ganas de bajar a la calle a pedir el más absoluto silencio, que todo el mundo calle para poder oír el tintineo de las gotas.


Poco queda ya de lo antiguo después de tantos días lluviosos a lo largo del año, tenemos que reconocerlo. La lluvia ha borrado, entre otras cosas, el espíritu de la navidad que me hace soñar escuchando el ridículo sonido monofónico del aparatito que tienen las luces de lo que ahora es mi árbol navideño. Ya no queda nada de eso. Pero algunas cosas siempre volverán.


He decidido bajar y mojarme. Está diluviando.

Pero hoy me toca a mí no abrir el paraguas.






... CWM ...

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Creo que la tormenta de hoy tenía algo de mágico.
Yo también salí, quería mojarme, sentirme viva.


Alicia

Espe dijo...

creo que lo mejor es cuando, después de haber llovido como nunca, las nubes comienzan a abrirse y dejan pasar al sol, y hasta con un poco de suerte, aparece el arco iris...
bueno, yo he robado alguna pulsera y tal en claire's...aunque no me siento demasiado orgullosa...

Anónimo dijo...

Me gusta la lluvia.
Antes, me gustaba mojarme. me gustaba caminar sin rumbo mientras llovía.
Recuerdo en Valladolid. Lo hice muchas veces.
Ahora ya no es tan fácil. Tendría que dar tantas explicaciones...

Fíjate, yo no creo que la lluvia sea sucia. La hacemos sucia. Cuando cae,, quizás no las primeras gotas, pero sí las que siguen, es algo puro y limpio. Al llegar al suelo es, cuando la hacemos sucia.

Besos.
Muchos.
Envueltos.

Anónimo dijo...

Es de noche. Todo ya está a oscuras y tan sólo la pequeña lámpara junto a mi ordenador deja entrever una tenue luz en la oscuridad. Todo está silencio, tan sólo las teclas de mi ordenar son capaces de perturbar la quietud de la noche al son de una desgarradora voz que surca mis oídos para adentrarse en lo más profundo de mi alma.


Está lloviendo. El sonido de la lluvia sobre el pavimento me devuelve a la realidad. La ventana abierta de mi habitación deja entrar los infinitos olores indescriptibles que aviva la humedad.



El frío de la noche se adentra en mi soledad para recordarme cuán fría, oscura y tétrica puede resultar. Debería, tal vez, asustarme, pero lo cierto es que me gusta. Lo cierto es que una parte de mí se siente más viva que nunca, se siente una parte real del mundo, de un mundo que, cuando calla, cuando duerme, cuando descansa, cuando se para, resulta mucho más embriagador. Un parte de mí siente la tentación de volver a formar parte de ese mundo oscuro y nostálgico, solitario y dramático de las noches en vela, de las noches inagotables e infinitas, de una vida más vívida, real y profunda que la de un mundo que gira sin parar.



Echo una manta sobre mis hombros. No puedo ya apenas soportar el frío de la noche, de una noche húmeda que me traslada algunos años atrás en que, ataviada con varias capas de ropa, bufanda y guantes, me disponía a disfrutar de una maravillosa velada nocturna a la luz de la luna que transcurría entre textos, cigarrillos, litros de café y sesiones interminables de ejercicios.



Añoro todo aquello. Aunque sé que no es más que una mentira, que me limito a recordar sólo la parte dulce y agradable de aquella época; apenas unos pocos momentos a lo largo del día o, incluso, semanas. Ha pasado mucho tiempo desde entonces, no tanto, en realidad, pero a veces lo siento tan lejano que incluso me cuesta recordar todo aquello por lo que pasé y a veces necesito volver a recordar, volver a aquellos días de dolor intenso. Necesito recordar todo ese sufrimiento para convencerme de nuevo de que no es eso lo que quiero; porque no debería serlo.